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Análisis

El gobierno tiene una larga historia controlando a las mujeres, una que nunca ha terminado

La ley S.B. 8 de Texas -y las declaraciones públicas de sus autores- demuestran lo mucho que podría empeorar todo.

Noviembre 9, 2021
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“Las mujeres pueden ‘controlar su vida reproductiva’ sin acceder al aborto; pueden hacerlo absteniéndose de relaciones sexuales.”

Esta asombrosa declaración fue incluida en un amicus curiae (documento de “amigo de la Corte”) presentado a la Corte Suprema en julio por la organización Derecho a la Vida Texas (Texas Right to Life, en inglés) y firmado por Jonathan Mitchell, uno de los autores de la ley S.B. 8 de Texas. Además, deja muy claro que la prohibición del aborto no es el único objetivo. Es el control sobre las mujeres. Es imprescindible que aprobemos leyes que afirmen explícitamente la igualdad fundamental, de modo que las mujeres tengamos el control tanto de nuestra reproducción como de nuestras vidas. De lo contrario seguiremos siendo vulnerables de por vida.  

La capacidad de controlar el propio cuerpo es intrínseca al control de la propia vida. Esto es cierto a lo largo de todo el proceso reproductivo, desde las relaciones sexuales hasta el aborto y el parto. En su audiencia de confirmación en 1993 para formar parte de la Corte Suprema, Ruth Bader Ginsburg explicó al Comité Judicial del Senado: “La decisión de tener o no un hijo es fundamental para la vida de una mujer, para su bienestar y dignidad. Es una decisión que debe tomar ella misma. Cuando el gobierno controla esa decisión por ella, se le está tratando como si fuera menos que un ser humano completamente adulto y responsable de sus propias decisiones”. 

En resumen, se la trata de forma diferente e inferior a un hombre. 

Veinticinco años después, la entonces senadora Kamala Harris lo dejó más claro durante la audiencia de confirmación de Brett Kavanaugh, al preguntarle: “¿Se le ocurre alguna ley que otorgue al gobierno el poder de tomar decisiones sobre el cuerpo masculino?” El juez Kavanaugh respondió: “No estoy informado, no se me ocurre ninguna en este momento, senadora”. Dentro de poco, el actual juez Kavanaugh estará entre los que decidan el destino de la constitucionalidad del aborto, mientras el público sigue esperando la respuesta final sobre si leyes similares que controlen el cuerpo de los hombres son legales o apropiadas. 

A lo largo de la historia moderna, el control gubernamental sobre los cuerpos de las mujeres -y, por ende, el control gubernamental de las mujeres- ha sido un tema predominante, incorporado a nuestros propios sistemas. La violación se consideró inicialmente un delito contra la propiedad del padre de la víctima. Y como propiedad en sí, las mujeres casadas no podían poseer bienes en virtud del principio de derecho anglosajón de “coverture”; los estados concedieron gradualmente el derecho de propiedad a las mujeres casadas hasta 1943.

Para mantener a las mujeres en su lugar -y, por lo tanto, fuera del poder-, las leyes estadounidenses prohibieron durante mucho tiempo su plena participación en la sociedad: en 1948, la Corte Suprema declaró que las mujeres no podían ser meseras en las grandes ciudades, a menos que su padre o esposo fuera el dueño del establecimiento. Apenas en 1973 las mujeres pudieron ser parte de un jurado en los 50 estados, y hasta 1974, a las mujeres que no tenían el permiso de su esposo se les negaban las tarjetas de crédito.

Por supuesto, desde entonces hemos logrado avances -legislativos, jurisprudenciales, sociales- los cuales hacen que estos ejemplos parezcan arcaicos. Sin embargo, el trabajo para garantizar la verdadera igualdad ante la ley no se ha completado nunca. También debemos evitar la tentación de caer en la creencia errónea de que es así. 

Sólo por razones de género, las mujeres tienen muy poca protección legal en cuanto a su igualdad fundamental. La Enmienda de Igualdad de Derechos aún no ha cruzado la línea de meta. Las mujeres no están incluidas en ciertas disposiciones de la histórica Ley de Derechos Civiles de 1964. Incluso algunas leyes, como la Ley de Igualdad Salarial, que exigen la misma remuneración por el mismo trabajo, resultan perjudicadas por los enormes “vacíos legales”.

Un ejemplo especialmente sorprendente de la falta de protección jurídica de las mujeres es la interpretación que han hecho las cortes del Título VII de la Ley de Derechos Civiles, que prohíbe la discriminación por razón de sexo en el trabajo. Esta ley es una de las herramientas de igualdad más poderosas, pero como escribió Rachel Osterman en la revista de Ley y Feminismo de Yale (Yale Journal of Law and Feminism, en inglés), incluso una década después de su aprobación, las cortes descartaron de forma inexacta la inclusión de las mujeres como una broma. La sentencia de una corte federal declaró con franqueza que “el Congreso, probablemente, no pretendía que dicha prohibición de la discriminación sexual tuviera implicaciones significativas y de gran alcance”.

A pesar de la labor visionaria de nuestras predecesoras, hoy en día persiste la brecha de la igualdad de género, uno de los legados de esas interpretaciones jurídicas perjudiciales. Sí, puede que lo tengamos mejor que nuestras madres, pero el estado actual de la ley no es suficiente. Además, la ley S.B. 8 de Texas -y las declaraciones públicas de sus autores- demuestran lo mucho que podría empeorar todo.

Es que el aborto no es (sólo) una cuestión de salud. Si estamos dispuestos a dejar que las mujeres y las personas capaces de quedar embarazadas controlen su propio cuerpo, por motivos de salud o por cualquier otra razón, es una cuestión de igualdad: la de quién merece la autonomía corporal y la libertad para alcanzar su pleno potencial. (Es importante señalar que no se trata de un problema exclusivo de las “mujeres”. Aunque la ley de Texas calla como un muerto sobre la responsabilidad de los hombres, las mujeres no suelen concebir por sí mismas. Pero es sólo su libertad la que se restringe).  

En última instancia, las prohibiciones y restricciones del aborto forman parte de estructuras legales y sociales de mayor alcance que fueron diseñadas de modo inequívoco para no reconocer la igualdad inherente de las mujeres. Además, a través de la ley, se pretendía garantizar que no tuviéramos la misma oportunidad que nuestros colegas masculinos. Nuestro trabajo para contrarrestar esta próxima oleada de leyes sobre el aborto es también nuestra mejor oportunidad para denunciar estos defectos sistémicos para luego transformarlos profundamente. Durante mucho tiempo, en todo momento y lugar, el simple hecho de intentar ser igual, como mujer, ha requerido un acto de resistencia. El sistema jurídico estadounidense no debe promover esa injusticia.