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Esta columna se publicó originalmente en La Opinión
A pesar de la creciente diversidad de nuestra nación, las personas que deciden algunas de nuestras cuestiones judiciales más importantes, a menudo, no reflejan a las comunidades a las que atienden. Este es un problema para todos los que creemos en la justicia y la igualdad de oportunidades.
Un nuevo análisis del Brennan Center demuestra cómo las cortes supremas estatales —los tribunales supremos de cada estado que suelen tener la última palabra a la hora de interpretar la ley estatal y los derechos constitucionales estatales— siguen, en su enorme mayoría, a cargo de personas blancas y hombres.
En 39 estados y en Washington DC, no hay ningún magistrado ni ninguna magistrada de origen latino.
Los tribunales estatales deciden aproximadamente el 96 % de todos los casos judiciales que se presentan en los Estados Unidos. Los tribunales estatales se pronuncian sobre temas que transforman nuestra vida, desde el derecho al voto y la vivienda hasta la educación y las protecciones laborales.
Cuando quienes toman esas decisiones provienen de la misma franja mínima de la sociedad, nos perdemos de toda la gama de experiencias y perspectivas que hacen de la justicia una herramienta más fuerte y legítima.
Los últimos datos señalan muy pocos avances en este sentido. De las 37 personas nuevas que asumieron una magistratura desde la última vez que recabamos estos datos en julio de 2024, el 81 % era de raza blanca y el 65 % eran hombres.
En 18 estados, no hay ninguna magistrada ni ningún magistrado que no sea de raza blanca, incluso en 12 estados donde las personas no blancas componen al menos la quinta parte de la población.
Tan solo dos personas de origen latino se sumaron a la magistratura de todo el país y, en general, todos los magistrados y las magistradas de la comunidad latina se concentran solo en unos pocos estados.
Tres estados —Florida, Arizona y Nuevo México— tienen una mayoría latina en sus cortes supremas, y este porcentaje latino en sus magistraturas supera la población latina total de esos estados. Pero la mayoría de los estados y Washington DC no tienen magistrados ni magistradas de origen latino. Esto ocurre incluso en estados como Nevada, donde las comunidades latinas representan casi un tercio de la población.
Y aun cuando una persona latina alcanza el estrado supremo de su estado, la mayoría proviene de carreras profesionales parecidas —el enorme porcentaje del 83 % tiene experiencia en firmas privadas de abogados—, lo cual demuestra que el acceso a las carreras judiciales sigue siendo restringido.
Esta falta de representación no es tan solo simbólica. Cuando se tienen jueces con orígenes demográficos diversos y experiencias profesionales distintas, se aportan perspectivas que pueden reducir prejuicios, mejorar la toma de decisiones y fortalecer la confianza del público.
Mientras tanto, los programas diseñados para abrirles las puertas a grupos con baja representación —conocidos, por lo general, como programas DEI (de diversidad, equidad e inclusión)— han sido atacados por muchos líderes políticos y grupos de defensa de corte conservador, por ejemplo, mediante ciertas órdenes ejecutivas emitidas por el presidente Trump. Estos críticos suelen decir que estos programas son “ilegales”, “injustos” o “antimeritocráticos”.
En realidad, los esfuerzos DEI buscan garantizar la imparcialidad y el mérito, porque se aseguran de que las personas candidatas más calificadas y trabajadoras, sin importar sus orígenes o experiencias profesionales, tengan una igualdad de oportunidades a la hora de atender a sus comunidades.
Y a pesar de lo que digan estos críticos, muchas iniciativas DEI siguen siendo perfectamente legítimas, como los esfuerzos por fortalecer los canales de acceso a las candidaturas políticas, iniciativas para promover la transparencia en la selección de jueces y capacitaciones para reducir posibles prejuicios.
Por suerte, muchas partes interesadas tanto dentro como fuera de los tribunales se están poniendo firmes. Por ejemplo, la Corte Suprema de Nuevo México publicó una declaración firmada por su magistratura en febrero —a menos de un mes de las órdenes ejecutivas del presidente Trump contra las iniciativas DEI— a fin de reafirmar “su compromiso con un sistema de justicia diverso, equitativo e inclusivo”.
Y en Connecticut, la legislatura aprobó una nueva ley que obliga a la Comisión de Selección Judicial del estado a divulgar la formación y experiencia profesional de las personas que solicitan ocupar cargos de jueces, lo cual es un paso aparentemente pequeño, pero trascendental hacia una mayor rendición de cuentas.
Los cambios pueden parecer lentos, pero se están realizando avances. Las dos magistradas latinas que se sumaron hace poco a las cortes supremas de sus estados hicieron historia.
En Arizona, Maria Elena Cruz se convirtió en la primera magistrada latina y negra en ocupar un cargo en el tribunal supremo. Y en Colorado, la magistrada Monica Márquez pasó a la historia como la primera latina en ser presidenta de la corte suprema, la tercera presidenta mujer y una de las pocas personas abiertamente LGBTQ+ en ocupar una magistratura de la nación.
Una representación diversa en el estrado no es cuestión de política, es cuestión de confianza. Es cuestión de asegurarse de que, cuando nos encontramos ante la ley, las personas que la interpretan comprendan con cabalidad la historia completa de los Estados Unidos.
Tal como ha señalado la magistrada Sotomayor: “La diversidad es ahora un valor fundamental de Estados Unidos”.
Dicho de otro modo, los valores de diversidad, equidad e inclusión están aquí para quedarse.